martes, 6 de diciembre de 2011

El curador de Cristo

Julio Rosso Gamarra es poseedor de un extraño método para cazar a la escurridiza concentración. Cada mañana, antes de iniciar su jornada laboral, este artesano enciende, a la par, los dos televisores y las dos radios que se alzan en su desordenado taller. La explosión de sonidos rompe con toda la solemnidad con la que, posteriormente, encara su trabajo.

“Ésta es la única manera en la que puedo concentrarme, el tener tantas cosas sonando a mi alrededor me permite enfocarme mejor en lo que hago. Supongo que la mente se agiliza”, manifiesta el restaurador potosino, mientras intenta inútilmente captar la señal de un canal de televisión local en uno de los vetustos aparatos electrónicos.

El universo de Rosso se halla casi en penumbras, en el número 740 de la calle Chuquisaca, en la ciudad de Potosí. Desde el exterior, el taller se asemeja a una tienda de antigüedades. Incluso muchos turistas ingresan al local atraídos por las figuras de plata y de yeso que se muestran fantasmagóricas desde el interior. Pero allí no se vende nada, este espacio es, más bien, “una especie de hospital de antigüedades”.

El Santo Cristo de Bronce
Rosso, descendiente de italianos, se dedica a devolver a la vida imágenes y objetos que retroceden, en la mayoría de los casos, a la época colonial. “Casi todas las familias potosinas atesoran alguna reliquia de esa época. Potosí, en ese sentido, es como un museo gigante”, espeta. Paradójicamente, sin embargo, Rosso asegura que son pocas las personas que se dedican al oficio de la restauración en la Villa Imperial. El artesano se declara afortunado por ello; después de todo, es gracias a ese vacío que su agenda de trabajo siempre se encuentra saturada.

Él restaura de todo: desde trompetas hasta marcos de pintura. Sin embargo, su especialidad son las imágenes del Cristo crucificado. Su talento es muy conocido, por ejemplo, por los fieles del Señor de Manquiri, a quien el artesano devolvió las manos utilizando para ello como base tocuyo y tierra, emulando así a los artesanos coloniales que dieron vida originalmente a la imagen. El Señor de Manquiri es motivo de peregrinaciones desde el siglo XVII. En la Guerra del Chaco, los fieles le rezaban pidiendo el buen retorno de sus seres queridos que se encontraban en el frente de batalla, por lo que es llamado el patrono de los excombatientes.

Cada imagen restaurada tiene su historia y Rosso las relata de memoria, como la crónica del Santo Cristo de Bronce, pieza en la que trabajó hace años y que se alza en la colonial hacienda Mondragón, a 35 kilómetros de Potosí. “Allí vivía una bella mujer española que se enamoró con un hombre mujeriego. Al descubrirlo, se vengó haciendo que el hombre bebiera hasta quedar inconsciente. Luego lo amarró a una cruz. Todas las mañanas tenía cuidado de hacerle comer lo necesario como para que no se muera de hambre y, después, le pinchaba el cuerpo con un alfiler de bronce”.

“El hombre murió a las pocas semanas y con el tiempo su cuerpo se transformó en lo que hoy se conoce como el Santo Cristo de Bronce”. La narración de Rosso estremece, pero es secundada por varias crónicas que aparecen en internet sobre el Santo Cristo de Bronce. En la página Potosi.com.bo, por ejemplo, se señala que la protagonista de la historia fue Magdalena Téllez, quien habría sido ejecutada por su crimen en Potosí en el año 1700.

Un oficio con vocación y corazón

Rosso encara cada restauración con mucho respeto, tanto a la imagen en sí misma como a las manos que le dieron vida. Es así que el artesano potosino utiliza los mismos materiales usados en la Colonia para la elaboración de las figuras religiosas. No es extraño, entonces, observarlo bajando del Cerro Rico cargado de la tierra que luego transformará en distintos tipos de arcilla y colorantes. Tampoco es raro observar en las madrugadas un halo de luz escapar del taller de Rosso.

“Este oficio requiere de vocación. Para mí no se trata de una figura más, es la imagen que representa a Cristo y lo menos que esto exige es una dedicación plena”, asegura, para luego volver a su delicado trabajo: sanar las heridas que el tiempo causó en las piernas de un Cristo crucificado que data del comienzo del siglo XVIII.

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